sábado, 12 de diciembre de 2009

Un relato para estas fiestas



“…Y lo que imaginamos los mortales forman la realidad del mundo”
Silvina Ocampo


Terminé de poner la mesa: el mantel navideño, los centros con los velones rojos y sus respectivos muérdagos alrededor, las copas de cristal, los cubiertos de plata y los platos heredados. Creo que ya van tres generaciones.
Hoy me desperté extraña, con un sentimiento incomprensible. Estaba cocinando un carré y al abrir la heladera fijé la vista en algún lugar sin ver. En ese momento, se me apareció la jornada previa a la fiesta de mis 15 años.
Es raro porque han pasado casi veinte años de esa noche. Recuerdo el vestido colgado en mí cuarto, más aun, el olor de la tela. Todo el mundo me decía que era un día especial. Mi tía que me estaba convirtiendo en mujer. Cada vez que cruzaba en algún rincón de la casa a mi viejo me decía que le parecía mentira y se emocionaba. Está bien que el viejo parece salido de una película de Fellini, pero para mis ojos de 14 años era algo inquietante, Y lo peor de todo, mi mamá, su imagen era perturbadora: caminando por la casa con un rulero enorme en la frente, un secador de pelo en una mano y la lista de invitados en la otra. Realmente me hacía sentir que lo de esa noche era algo serio.
Salí a la calle con la excusa de que tenía que repartir una invitación que me había quedado colgada. Pasé por el kiosco de la esquina, por mi dosis diaria de caramelos Fizz y chocolate Jack. Todavía vivía doña Elena, en realidad aun estaba el kiosco ahí, después se mudaron para la avenida y ahora no sé.
La mujer me regaló los caramelos y el chocolate. Me sostuvo la mano por más de diez segundos. Me dijo que debía disfrutar mucho de mi fiesta, que era mi noche y que había cosas que no volvían. Me fui del kiosco aterrada.

Hoy, mientras cocinaba para la noche buena, me encontré pensando en aquella noche ya lejana y recortada por el tiempo.
Ahora, Paloma, mi hija, corre súper excitada en la espera de las doce y su Papá Noel. Roberto, organizando la llegada de sus padres y, según dice, también de los míos, aunque los míos se arreglan solos.

Mi viejo lloró cuando me vio lista. Entonces empezó a sonar la canción que estaba de moda ese año y los dos bajamos las escaleras entre humo y rayos láser.
Lo mejor de todo fue que bailé toda la noche con el chico que me gustaba.

La familia está toda en la mesa y conversan, no sé, ahora creo que de los accidentes fatales en las rutas el verano pasado y de las causas y prevenciones. Yo ya lo dije, pero me siento extraña, pienso en mi ansiedad cuando llega diciembre en esperar las fiestas.
Mi madre acaba de derramar una copa de vino en la mesa y, como siempre, me pasa el vino por la frente -nunca supe bien por qué la gente hace eso- Paloma se levantó de la mesa hace rato y Roberto le pide que vuelva porque sino Papá Noel no va a venir.
Hay como óxido en mi cena de noche buena.
Me pregunto que es lo que espero cada año.
Cuando llega diciembre, me invade una ansiedad por las fiestas y después, desde hace años, no son más que una reunión familiar y yo creo ver en los ojos de cada par adulto la expresión de que ellos también esperaban algo que no fue.
Ahora Paloma me señala unas luces en el cielo. Me pregunta si es Papá Noel. Yo le digo que puede ser, que lo que pasa es que va muy alto y no estoy segura, pero que si no es ese anda cerca.

En el festival carioca, que se hace casi al fin de las fiestas de 15, habíamos elegido con mis tres amigas -siempre decíamos que juntas éramos invencibles- máscaras y sombreros de flores e insectos pero de los lindos. Había vaquitas de san Antonio, grillos con onda, abejas; bueno abejas había una sola y era yo. Tenía antenas y anteojos con vidrios amarillos, una remera a rayas negras, amarillas y las alitas. Le decía a mis viejos que quería que mi traje se ponga de moda para poder usarlo en la calle y realmente consideré la idea de usarlo igual, aunque como me decían, no tenía nada que ver.

Acabamos de abrir los regalos que nos trajo Papá Noel.
Estoy apoyada en el árbol de tilo del jardín. Escucho la voz de la nena que viene desde la casa. Fumo un cigarrillo después de dos años y veo la copa de champagne en mi mano, la bebo, toda, y al instante vomito lo que me tomé más el carré, las nueces y qué sé yo cuantas cosas más.
Inclinada bajo el árbol, con los ojos empañados por la evacuación, siento la voz de Roberto. Me pregunta si estoy bien. Me enderezo y lo veo tras mis lágrimas de vómito: está bajo la lámpara que ilumina la salida al parque. Una cañita voladora que arrojó algún vecino lo vuelve un poco rojo y un poco naranja -por un segundo recordé a mi padre cuando me hizo la misma pregunta entre el humo y los rayos láser- parpadeo hasta que se me aclara la visión, me limpio la boca y le contesto que sí.
El año que viene podrías disfrazarte de Papá Noel, a la nena le va a gustar, le digo. Claro que le va a gustar, pienso.