sábado, 30 de mayo de 2009

Un paseo en auto




Como cada miércoles por la tarde, después de la escuela, mi padre me llevaba en su auto a una foniatra. Tenía algunos problemas para hablar de corrido cuando me ponía nervioso.
Yo había tomado por costumbre llevar algún casete que me gustara y escucharlo en el estereo durante el trayecto. Un compañero de la escuela me había pasado uno de The Beatles. Mi padre me miró al escuchar la voz de Harrison, sonrió y me preguntó si me gustaban. Le respondí que sí, que estaba bueno. Me contó algunas cosas de la banda, después de él y de mi madre en los bailes. Luego volvimos a quedar callados mientras la música seguía. Mi padre daba pequeños golpes con su mano sobre el volante acompañando el ritmo y yo empecé a hacer lo mismo sobre el torpedo del auto. Él comenzó a cantar una estrofa, afinó la voz, lo vi raro o feliz, no sé. Hacía tiempo que no lo veía así. Sentí alegría y orgullo, porque el casete lo había llevado yo. Entonces sucedió lo que tantas veces narré cuando me preguntan por esta cicatriz. Lo del dálmata y mis tres puntos en la frente.
Mi padre me sostuvo todo el tiempo del hombro mientras el médico me cosía.

Al salir del hospital le pedí que me llevara a la veterinaria. Lo que yo quería era ver al animal. Mi padre se negaba pero yo le insistí.
En los escalones de la entrada había gotas de sangre. La mujer, la dueña del perro, era gorda y morruda, como alemana, de piel muy blanca. Cargaba el perro mientras sus cachetes estaban tan rojos como la sangre del suelo. El dálmata estaba sin vida, su lengua salía de la boca y la alemana lloraba y gritaba. Mi padre la miró y la mujer siguió sin verlo hasta salir del lugar, él me hizo una mueca lamentándose.
Después me llevó a merendar al bar del club donde yo jugaba a la pelota. Al regresar a mi casa, mi madre vio la venda en mi frente y le gritó. Discutieron pero esta vez yo me sentí más angustiado que nunca, hasta lloré.
Desde el cuarto escuché el ruido del motor del auto. Bajé las escaleras corriendo y atravesé los gritos de mi madre. No hice caso.
Salí a la vereda. Mi padre bajó la ventanilla del auto y me devolvió el casete mientras repetía la estrofa. Su voz volvió a afinarse, como lo hacia Harrison en esa parte y otra vez lo vi feliz. La cantamos juntos hasta el final. Después volvió a hacerme la mueca, la misma de cuando el dálmata y la alemana. Yo le sonreí, volvió a arrancar el motor. Vi el auto alejarse con mi padre, cantando, adentro.

2 comentarios:

sali07 dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Nestor Ariel dijo...

Buenisimoooooooo!!!!!!!!!