sábado, 17 de diciembre de 2011

+ REVERSE



El sonido de un helicóptero despierta de golpe a Emilio. La claridad del cuarto habla de que ya es de día, el sonido se acerca cada vez más. Se levanta y va hacia la ventana. Ve un helicóptero en el cielo, cerca de los edificios: El helicóptero lleva un caballo de hierro enganchado en un arnés, ahora comienza a alejarse llevándose el ruido también.
Emilio, a pesar del sobresalto, se despertó contento, ansioso, con ganas de hablar, de charlar con algún amigo. Tiene la ansiedad de haber vivido algo intenso y se siente ahora con la fuerte necesidad de correr a contárselo a alguien. Sin embargo, la certeza de que no le ha pasado nada interesante en los últimos días le provoca un gran vacío.
Ayer hizo algunas cosas por la ciudad y a eso de las seis volvió al hotel y no bajó a comer.
Se da un baño y baja al bar mientras sigue pensando en el motivo de su euforia. Anoche pidió un sándwich caliente y agua mineral, luego se acostó, serían las 10 más o menos. Se acuerda porque estaba empezando una película

-Un manchado doble por favor -le dice al hombre que está detrás de la barra.
La película no era buena y recuerda haberse dormido en la mitad.
Siendo chico, su padre se apresuró a contarle que había comprado un caballo. Le dijo que era todo negrito y que corría más rápido que un auto. Tiene una mancha blanca en la frente, como una estrella. Le dijo también.
Emilio se lo contó a todos sus amigos de la escuela -Aun puede ver a Nicolás, yendo con su abuelo, por la vereda de enfrente. ¡Nico, me regalaron un caballo! Le gritó Emilio.
Esa misma tarde su padre le comunicó que el caballo se había puesto muy enfermo y se había muerto.
Emilio no pudo entender lo que su padre le decía. A esa altura ya había corrido incansablemente por el campo sobre el caballo. Negrito le puso. Lo había imaginado tanto y tan bien. Sintió una desolación espantosa, en parte por quedarse sin caballo pero más por quedarse sin ese pasado que tan bien había construido.
La Taza – Va a querer algo de comer-le dice el hombre después de acercarle el manchado.
-Sí, una porción de esa torta de manzana que tenés ahí–le dice Emilio y se la señala.
Mientras toma el manchado no entiende qué hace pensando en su potrillo trunco, pero la incomprensible euforia con la que se despertó hoy se encuentra relacionada con la angustia a través de ese recuerdo.
El tenedor, corta la torta y entonces se acuerda de la película de anoche: Una mujer dormía, de pelo oscuro y pegada a esta imagen de la película, le viene la sensación
de un susurro y ya está. Alicia le hablaba muy cerca, estaban en su cama de Buenos Aires, él entre dormido. Los ojos y la cara de Alicia se veían felices, las piernas estaban enroscadas con las de él. En un momento Alicia le acarició la frente. Emilio entiende que ha soñado. Deja la torta de manzanas verdes por la mitad. Paga y sale a la calle.

viernes, 15 de octubre de 2010

R E V E R S E


Si a nosotros nos mostraran el ser de una sola vez, quedaríamos aniquilados, anulados, muertos. En cambio el tiempo es la dádiva de la eternidad.
La eternidad nos permite todas esas experiencias de un modo sucesivo.
J.L.B


EMILIO.

-Me acuerdo que apoyé la tiza en el pizarrón y el pulso me empezó a temblar, entonces me invadió un dolor tremendo en la espalda, todo empezó a darme vueltas y ahí no me acuerdo más. Me derrumbé. Los médicos miraban los estudios, y sin entender, igual decían que no era bueno. Claro que era extraño lo que veían, pero no por eso malo ¡Esa manga de infradotados! Lo único que quería era dejar ese sillón de ruedas. Nunca voy a olvidar la cara de tu abuela. Con lo miedosa que era, aseguraba que todo iba a estar bien cuando los médicos decían lo contrario. Ella que lloraba si teníamos fiebre o cualquier estupidez, y a esa misma mujer que ahora le hablaran de un tumor, de que su hija tenía un tumor en la médula y que lo menos grave que le podía pasar era que quedara paralítica. Creo que a partir de eso nunca más tuvo miedo, a nada. Raspó su corteza débil, debajo habitaba ese roble que conocieron ustedes. Y yo después de pasar por aquello conquisté a tu padre bailando ¿O no es así?

Emilio creció escuchando a su madre narrar una y otra vez esta historia.


Asi empieza la novela

martes, 30 de marzo de 2010

Invierno



Es el día más frio de los últimos veinte años dijeron en la radio. Emilio terminó temprano y ya quedó con Alicia en pasarla a buscar.
Alicia lleva un sombrero de lana tejido, se mueve de un lado a otro, escribe en el pizarrón. Pregunta y escucha, se apoya en el escritorio. Emilio la ve detrás del vidrio. Un chico con una mochila le pide permiso y abre la puerta para entrar. Emilio lo sigue y Alicia al verlo mira la hora y le sonrie. Emilio se sienta en una de las sillas que hay cerca, un poco al costado en la hilera del centro .

-Cómo puede ser que no tengan una estufa. Estás congelada mi amor.
-Y en verano, en esas aulas, nos comen los mosquitos. Qué lindo que me viniste a buscar-dice Alicia
-La nariz todavía la tenes fria, qué linda sos con ese sombrerito. La estufa está al máximo, la deje todo el día asi. Voy a calentar café, ya vengo-dice Emilio
Alicia se saca el abrigo, después el gorro de lana y el pullover, el jean, las medias, la remera de manga larga, la de manga corta, el corpiño y la bombacha. Está oscureciendo, algo de luz entrá por la ventana del departamento.
Emilio la lleva hasta el sillón y la sienta sobre sus rodillas. Empieza a recorrer cada parte de su cuerpo con la mirada y con la llema de sus dedos.
-Sos, tenes la piel tan suave, sos la mujer mas hermosa que vi en mi vida.
-Callate, Nene-le dice
Ahora Emilio y Alicia hacen el amor encima del sillón y después de un rato se están por caer pero no pueden detenerse, es Emilio que finalmente la apoya en la alfombra mientras se rien y se esfuerzan por no salirse.
Ha anochecido. En el living ya oscuro, Emilio y Alicia están acostados en la alfombra, uno al lado del otro. Alicia con su voz imita el sonido del trazo de un pincel. Levanta su mano derecha y con el dedo recorre el contorno de la lámpara del techo.
-Qué hacés-rie Emilio
-Cuando era chica jugaba a hacer esto de pintar contornos todo el tiempo.
Emilio sonrie con cada pintita marrón de sus ojos, con cada poro de su piel, con cada pelo de su ondulada cabellera. Siente que Alicia está siendo feliz.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Un relato para estas fiestas



“…Y lo que imaginamos los mortales forman la realidad del mundo”
Silvina Ocampo


Terminé de poner la mesa: el mantel navideño, los centros con los velones rojos y sus respectivos muérdagos alrededor, las copas de cristal, los cubiertos de plata y los platos heredados. Creo que ya van tres generaciones.
Hoy me desperté extraña, con un sentimiento incomprensible. Estaba cocinando un carré y al abrir la heladera fijé la vista en algún lugar sin ver. En ese momento, se me apareció la jornada previa a la fiesta de mis 15 años.
Es raro porque han pasado casi veinte años de esa noche. Recuerdo el vestido colgado en mí cuarto, más aun, el olor de la tela. Todo el mundo me decía que era un día especial. Mi tía que me estaba convirtiendo en mujer. Cada vez que cruzaba en algún rincón de la casa a mi viejo me decía que le parecía mentira y se emocionaba. Está bien que el viejo parece salido de una película de Fellini, pero para mis ojos de 14 años era algo inquietante, Y lo peor de todo, mi mamá, su imagen era perturbadora: caminando por la casa con un rulero enorme en la frente, un secador de pelo en una mano y la lista de invitados en la otra. Realmente me hacía sentir que lo de esa noche era algo serio.
Salí a la calle con la excusa de que tenía que repartir una invitación que me había quedado colgada. Pasé por el kiosco de la esquina, por mi dosis diaria de caramelos Fizz y chocolate Jack. Todavía vivía doña Elena, en realidad aun estaba el kiosco ahí, después se mudaron para la avenida y ahora no sé.
La mujer me regaló los caramelos y el chocolate. Me sostuvo la mano por más de diez segundos. Me dijo que debía disfrutar mucho de mi fiesta, que era mi noche y que había cosas que no volvían. Me fui del kiosco aterrada.

Hoy, mientras cocinaba para la noche buena, me encontré pensando en aquella noche ya lejana y recortada por el tiempo.
Ahora, Paloma, mi hija, corre súper excitada en la espera de las doce y su Papá Noel. Roberto, organizando la llegada de sus padres y, según dice, también de los míos, aunque los míos se arreglan solos.

Mi viejo lloró cuando me vio lista. Entonces empezó a sonar la canción que estaba de moda ese año y los dos bajamos las escaleras entre humo y rayos láser.
Lo mejor de todo fue que bailé toda la noche con el chico que me gustaba.

La familia está toda en la mesa y conversan, no sé, ahora creo que de los accidentes fatales en las rutas el verano pasado y de las causas y prevenciones. Yo ya lo dije, pero me siento extraña, pienso en mi ansiedad cuando llega diciembre en esperar las fiestas.
Mi madre acaba de derramar una copa de vino en la mesa y, como siempre, me pasa el vino por la frente -nunca supe bien por qué la gente hace eso- Paloma se levantó de la mesa hace rato y Roberto le pide que vuelva porque sino Papá Noel no va a venir.
Hay como óxido en mi cena de noche buena.
Me pregunto que es lo que espero cada año.
Cuando llega diciembre, me invade una ansiedad por las fiestas y después, desde hace años, no son más que una reunión familiar y yo creo ver en los ojos de cada par adulto la expresión de que ellos también esperaban algo que no fue.
Ahora Paloma me señala unas luces en el cielo. Me pregunta si es Papá Noel. Yo le digo que puede ser, que lo que pasa es que va muy alto y no estoy segura, pero que si no es ese anda cerca.

En el festival carioca, que se hace casi al fin de las fiestas de 15, habíamos elegido con mis tres amigas -siempre decíamos que juntas éramos invencibles- máscaras y sombreros de flores e insectos pero de los lindos. Había vaquitas de san Antonio, grillos con onda, abejas; bueno abejas había una sola y era yo. Tenía antenas y anteojos con vidrios amarillos, una remera a rayas negras, amarillas y las alitas. Le decía a mis viejos que quería que mi traje se ponga de moda para poder usarlo en la calle y realmente consideré la idea de usarlo igual, aunque como me decían, no tenía nada que ver.

Acabamos de abrir los regalos que nos trajo Papá Noel.
Estoy apoyada en el árbol de tilo del jardín. Escucho la voz de la nena que viene desde la casa. Fumo un cigarrillo después de dos años y veo la copa de champagne en mi mano, la bebo, toda, y al instante vomito lo que me tomé más el carré, las nueces y qué sé yo cuantas cosas más.
Inclinada bajo el árbol, con los ojos empañados por la evacuación, siento la voz de Roberto. Me pregunta si estoy bien. Me enderezo y lo veo tras mis lágrimas de vómito: está bajo la lámpara que ilumina la salida al parque. Una cañita voladora que arrojó algún vecino lo vuelve un poco rojo y un poco naranja -por un segundo recordé a mi padre cuando me hizo la misma pregunta entre el humo y los rayos láser- parpadeo hasta que se me aclara la visión, me limpio la boca y le contesto que sí.
El año que viene podrías disfrazarte de Papá Noel, a la nena le va a gustar, le digo. Claro que le va a gustar, pienso.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Emilio



Lo finito - Invierno

Hace mucho frío en la calle, el invierno se adelantó, como si estuviera ansioso. Cada año Emilio lo espera, lo añora. Pero cuando llega, cuando los días son más cortos, cuando el frío acobarda y el gris se instala en la bóveda, se angustia. Le gusta el frío, le gusta la ropa de abrigo. Como si la escenografía y el vestuario acompañaran el costado gris de su interior, porción que conserva para contemplarla, como si la tuviese en una botella y cada tanto la dejara salir en pequeñas dosis. El problema es que la mayoría de las veces se le escapa más de la cuenta, pierde el control y la tristeza lo invade y ya no sabe cómo volver a estar bien.
Emilio entra en una librería, quiere conseguir un libro de fotos. Es el cumpleaños de un amigo y sabe que le va a gustar mucho. Faces & Building cree que se llamaba, no puede recordar dónde lo hojeó.
Saca del estante un libro de Matisse, es una edición que no había visto antes. En su interior ve una foto del artista con una paloma en la mano. El hombre tiene una expresión particular en la mirada, como si le estuviera pidiendo algo prestado al pájaro para luego llevarlo a la hoja.

Su primer gran viaje lo hizo en la adolescencia. Se la pasó de museo en museo. Una tarde, en el camino de vuelta al hostal, vio a una mujer paseando un perro mientras se deslizaba sobre patines. La mujer tenía un cuerpo de modelo europea. Emilio detuvo su paso para verla mejor. Aun puede sentir el ruido del cuerpo al romperse en el asfalto luego de ser embestida por un auto.
El cuerpo inerte de la modelo italiana y el llanto del perro, aterrado, temblando.
Es curioso cómo se imprimen las cosas en la memoria. Se descubre parado en la librería, con el libro de Matisse en su mano y la imagen de la joven en su retina.
-Hola-escucha una voz familiar detrás de él. Es Vivian.

jueves, 16 de julio de 2009

Sobre Alicia




-¿Te parece? Me da un poco de miedo.
-Bueno, acá estoy pasando por una farmacia, lo compro y a la noche me lo hago.
-¿Vas a venir temprano?
-Bueno, otro para vos.
Entra en la farmacia, espera unos segundos y nadie viene a atenderla. Hay una balanza en un costado y piensa en pesarse pero tendría que apoyar el paragüas y la cartera que lleva. Decide no hacerlo. Carraspea y escucha una voz que le dice, Ya va. Alicia mira hacia el techo y ve pequeñas rajaduras que confluyen en una mancha de humedad. Piensa en que se parece a una araña.
-Sí-la voz sale de un hombre.
-Ah-dice Alicia.
-Perdoname, pero estaba en el fondo, recién me llegó el pedido del laboratorio.
El hombre tiene la piel blanca, recortada por la sombra de la barba. Sus ojos son grises del color del acero. Alicia nunca había visto ese color en unos ojos. Es un hombre hermoso.
-¿En qué te puedo ayudar?-le dice el farmacéutico mientras le sonríe, y Alicia recuerda para qué había entrado y se incomoda. Piensa si necesita algo más pero no. Deja entrar un poco de aire en su pecho y le pide lo que había venido a buscar. El hombre guarda su sonrisa y le ofrece cuatro marcas de test de embarazo. Alicia elige el más caro.
Sale de la farmacia con una cajita envuelta en papel rojo.

sábado, 30 de mayo de 2009

Un paseo en auto




Como cada miércoles por la tarde, después de la escuela, mi padre me llevaba en su auto a una foniatra. Tenía algunos problemas para hablar de corrido cuando me ponía nervioso.
Yo había tomado por costumbre llevar algún casete que me gustara y escucharlo en el estereo durante el trayecto. Un compañero de la escuela me había pasado uno de The Beatles. Mi padre me miró al escuchar la voz de Harrison, sonrió y me preguntó si me gustaban. Le respondí que sí, que estaba bueno. Me contó algunas cosas de la banda, después de él y de mi madre en los bailes. Luego volvimos a quedar callados mientras la música seguía. Mi padre daba pequeños golpes con su mano sobre el volante acompañando el ritmo y yo empecé a hacer lo mismo sobre el torpedo del auto. Él comenzó a cantar una estrofa, afinó la voz, lo vi raro o feliz, no sé. Hacía tiempo que no lo veía así. Sentí alegría y orgullo, porque el casete lo había llevado yo. Entonces sucedió lo que tantas veces narré cuando me preguntan por esta cicatriz. Lo del dálmata y mis tres puntos en la frente.
Mi padre me sostuvo todo el tiempo del hombro mientras el médico me cosía.

Al salir del hospital le pedí que me llevara a la veterinaria. Lo que yo quería era ver al animal. Mi padre se negaba pero yo le insistí.
En los escalones de la entrada había gotas de sangre. La mujer, la dueña del perro, era gorda y morruda, como alemana, de piel muy blanca. Cargaba el perro mientras sus cachetes estaban tan rojos como la sangre del suelo. El dálmata estaba sin vida, su lengua salía de la boca y la alemana lloraba y gritaba. Mi padre la miró y la mujer siguió sin verlo hasta salir del lugar, él me hizo una mueca lamentándose.
Después me llevó a merendar al bar del club donde yo jugaba a la pelota. Al regresar a mi casa, mi madre vio la venda en mi frente y le gritó. Discutieron pero esta vez yo me sentí más angustiado que nunca, hasta lloré.
Desde el cuarto escuché el ruido del motor del auto. Bajé las escaleras corriendo y atravesé los gritos de mi madre. No hice caso.
Salí a la vereda. Mi padre bajó la ventanilla del auto y me devolvió el casete mientras repetía la estrofa. Su voz volvió a afinarse, como lo hacia Harrison en esa parte y otra vez lo vi feliz. La cantamos juntos hasta el final. Después volvió a hacerme la mueca, la misma de cuando el dálmata y la alemana. Yo le sonreí, volvió a arrancar el motor. Vi el auto alejarse con mi padre, cantando, adentro.